miércoles, 18 de noviembre de 2009

Sería un buen trabajo

Aunque siempre, sin posibilidad de acertar a ejercer juicio previo alguno, admiro y me siento fascinado de cómo vistes, cómo te arreglas, cómo compones modelos y juegas con las prendas de manera que sus colores o sus faltas de colores acompañen o realcen los que por tu belleza natural repartes con tu mirada, tu pelo y tu luz, odio y no puedo dejar de odiar las prendas que vistes. Porque tienen la mayor de las desdichas, tienen el placer y el honor con el que yo moriría a gusto si pudiese ejercerlos durante un instante. Ellas pueden rozar tu piel durante el día, ellas impiden que sea el objeto de miradas deseosas. ¡Son la frontera de mis ojos y mis deseos! Ellas no te sueltan por las mañanas, por las tardes y por las noches, no te sueltan a través de los días, las semanas y los meses. Ellas no saben, no saben que quiero navegar entre los pliegues de tu cuerpo como a ellas se les permite. También tú navegas por sus pliegues y te introduces en ellos, pliegues fríos que necesitas llenar de calor; mientras los de mi piel, igual de desnudos, perlados de pecas y lunares te esperan tibios y hambrientos.
Malditas las telas de que se componen. Malditos gorros, camisetas, jerséis, malditos pantalones, calcetines y maldita la suerte de tus bragas. Maldito el calor que crees que te dan y por el que las llevas. Ellas despiertan en mí la más negra de las envidias, que nace del rojo amor. Yo quiero ocupar el trono que ocupan ellas, el de tu piel y perfume, el de tu carne. Quiero relegarlas de sus funciones y ser un obrero que trabaje para tu cuerpo. Un campesino entre amapolas y rosas.